lunes, 22 de junio de 2009

La grandeza de lo mínimo. Historias Mínimas. Carlos Sorín, 2002.


Título: Hisroias mínimas; Año: 2002; Duración: 94 minutos; País:Argentina
Director: Carlos Sorín; Guión: Pablo Solarz; Fotografía: Hugo Colace; Música: Nicolás Sorín
Reaprto: Javier Lombardo, Antonio Benedictis, Javiera Bravo, Laura Vagnoni, Mariela Díaz, Julia Solomonoff, Anibal Maldonado, Magín César García, María Rosa Cianferoni, Carlos Monteros
Productora: Wanda Visión.

Representante del cine ché

Con una escasa filmografía, Carlos Sorín ha demostrado ser uno de los más interesantes directores del cine argentino. La película del rey (1986) llamó la atención por su originalidad, creatividad y proyecciones metafóricas sobre la creación artística posible en un país como el nuestro, y ganó numerosos premios. Carlos Sorín, que al igual que otros directores proviene del campo de la publicidad, no es un autor pródigo ni con una larga trayectoria en el largometraje a pesar de su experiencia tras las cámaras. Se da la circunstancia de que su ópera prima cosechó un gran éxito internacional, consiguiendo hacerse con el León de Plata en Venecia y un Goya como Mejor Película Extranjera, entre otras menciones. Siempre se negó a estrenar en Argentina su segunda obra, Una eterna sonrisa de New Jersey, filmada en los Estados Unidos, por considerarla una frustración personal. Después, durante quince años se dedicó exclusivamente al cine publicitario. En Historias mínimas, vuelve a demostrar que es una especie de Rey Midas del cine, con una película sólida, emocionante, que nos permite un momento de felicidad.
Una vez más, como en las oportunidades anteriores, Sorín filma en la Patagonia, que ya parece su ámbito natural. Entre el paraje Fitz Roy y Puerto San Julián, el camino que atraviesa parte del desierto con sus larguísimos horizontes es el escenario donde se desarrollan historias pequeñas de varios personajes menores, mínimos en esta vida cotidiana.
Se trata de una road movie sobre personajes sencillos y reales que viajan tras una ilusión: Don Justo es un viejo que deja su casa y sale caminando en busca de su perro extraviado, que alguien ha visto en San Julián, 400 kilómetros más al sur. La distancia no es obstáculo para este hombre que debe saldar algunas cuentas con su conciencia. El viento lo llevará a cruzarse con Roberto, un pintoresco viajante de comercio que carga en su coche una torta de cumpleaños para el hijo de un posible amor. Al mismo tiempo María, una chica muy humilde que okupa el edificio de una vieja estación de ferrocarril, sabe que ha salido sorteada en un concurso televisivo y también se dirige a San Julián con su bebé en un colectivo, atraída por las falsas luces de la televisión. En los inmensos espacios patagónicos los personajes van creciendo con los largos kilómetros, sometidos sin embargo a las maniobras del destino.
Durante esas jornadas de viaje se ponen a prueba las señales de solidaridad, de comprensión y de humanidad de la gente patagónica. En parajes donde suele no pasar nadie en mucho tiempo, la compañía obligada en cada escala es la televisión, siempre encendida como un personaje más en escena. Sorín elabora una sutil y aguda crítica a lo peor de la televisión satelital, que inunda la Patagonia con situaciones que nada tienen que ver con lo que ocurre aquí.
Historias mínimas es un bellísimo film que habla sobre las posibilidades de un cine sin estridencias, sin la utilización, incluso, de ciertos detalles de grandilocuencia presentes en las películas anteriores de Sorín. Al contrario. Las historias son mínimas y no llegan a constituir una épica, pero tienen tal significación humana y emocional que provocan la inmediata identificación del espectador, y su solidaridad sin condiciones. Y que el título no engañe: esta película está muy lejos del minimalismo de moda entre tantos nuevos directores argentinos.
Es notable el trabajo de casting que realizó Sorín, que viene a desmentir a quienes consideran imprescindible la presencia de actores consagrados para lograr una buena película. Después de una búsqueda y selección amplísima de actores no profesionales en varios puntos del país, el guión (excelente trabajo de Pablo Solarz) fue terminado en función de los actores elegidos, y muchas escenas fueron filmadas en tomas únicas. Así, el hombre que interpreta a don Justo es un mecánico jubilado de Montevideo, la joven que corporiza a María es docente de música en Santiago del Estero, un chamamecero de Corrientes interpreta a Don Fermín, el panadero y la mujer que fabrica tortas en su casa hacen de sí mismos, y todos ofrecen actuaciones óptimas, aportando a sus personajes una frescura y naturalidad nada profesionales. Junto a ellos, la directora de cine Julia Solomonoff concreta su primera actuación ante cámaras, mientras que Javier Lombardo, actor de El descanso y cortos publicitarios, da al personaje de Roberto la variedad de matices cómicos y emocionales que lo hacen absolutamente atractivo y creíble. Y son tan interesantes los tres protagonistas como los personajes secundarios que encuentran en su camino.
Sorín orienta su mirada hacia los valores humanos perdurables, eternos: la comprensión, la solidaridad, la ingenuidad, el sostenimiento del deseo y la ilusión, en un país y un momento en que podrían parecer una utopía.

La emoción contenida
Como la mayor parte del cine argentino que aterriza en las salas españolas, y que debe competir con el feroz gigante norteamericano de las stars y los efectos especiales, la gran arma de Historias mínimas es precisamente su contrario, mostrar ficciones con pulso, creíbles, cotidianas, ciudadanos corrientes arrancados de la tierra en su día a día. Por este motivo, se tomó la decisión de trabajar con actores en su mayoría no profesionales, rodando con extrema flexibilidad, hasta sin que mediara guión en ocasiones, aprovechando su espontaneidad y frescura. Y así sucede que el film transpira pura vida sin filtros ni aditamentos. Ésa es su gran baza, ése es su tesoro oculto, gracias al cual conecta tan bien con el público.
Pero la diferencia con esas otras producciones argentinas de los últimos años (Nueve reinas, El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia...) es que, además de no contar con la presencia de Ricardo Darín, su acción se desarrolla lejos del agitado entorno urbano, buscando la sencillez en la trama, el detalle de los silencios y las miradas, recoger aquello intangible que llena los vacíos, y que tan difícil es de describir.
Hablamos de una historia que saca bastante buen provecho de la anécdota argumental de la que parte, que se hace apetecible la mayor parte del tiempo sin necesidad de usar fuegos de artificio, y que roba la simpatía del público por su honestidad y naturalidad. Y aunque Sorin llega de un medio, el publicitario, tan tendente al fingimiento, a la trampa, al cartón-piedra, su narración es austera, simple pero efectiva, donde la cámara cumple con su función de captar la realidad tal cual, sin barroquismos, pero apurando cada pormenor en los rostros, en los objetos.
Tres relatos muy humanos que acaparan la atención a pesar de que en principio parezcan una nadería, tejidos con optimismo, profundo conocimiento, y respeto, sobre todo mucho respeto. Es ésta una cinta recomendable sobre todo para aquellos que entiendan el cine como un reflejo de la vida, para los que busquen un cine de carne y hueso, y deseen verse contagiados desde un prisma positivo.
Historias mínimas es un bellísimo film que habla sobre las posibilidades de un cine sin estridencias, sin la utilización, incluso, de ciertos detalles de grandeza. Al contrario. Las historias son mínimas y no llegan a constituir una épica, pero tienen tal significación humana y emocional que provocan la inmediata identificación del espectador, y su solidaridad sin condiciones.
Sorín critica duramente el mundo que nos ofrece la televisión, una pequeña ventana vista por unos personajes que se encuentran geográficamente apartados de la realidad, y que al cruzar el desierto se encuentran con una realidad bien distinta a la que han visualizado.
Como la mayor parte del cine argentino que aterriza en las salas españolas, y que debe competir con el feroz gigante norteamericano y los efectos especiales, esas películas en las que sucede todo aquello que nunca ocurre en realidad. El gran arma de "Historias mínimas" es precisamente su contrario, mostrar ficciones con pulso, creíbles, cotidianas, ciudadanos corrientes arrancados de la tierra en su día a día. Por este motivo, se tomó la decisión de trabajar con actores en su mayoría no profesionales, rodando con extrema flexibilidad, hasta sin que mediara guión en ocasiones, aprovechando su espontaneidad y frescura. Y así sucede que el film transpira pura vida sin filtros ni aditamentos.

La inmensidad de la Patagonia
Desde la primera secuencia, hasta la última, se siente un agrado especial con las tres historias cruzadas que componen este cuadro de road movie sin prisas donde los paisajes llanos y las rectas e infinitas carreteras lo cubren todo en el horizonte. En la narración nos encontramos primeramente con la historia de una joven madre, apocada y tímida, que tras ser seleccionada para participar en un concurso televisivo en la localidad más importante de la región, a más de 300 kilómetros, donde podría ganar algo así como una súper exprimidora multiusos, decide realizar dicho viaje, pese al sacrificio que le supone, porque en ese mundo de la Patagonia, donde casi nadie tiene un televisor, y donde la sencillez, por no decir la pobreza, marcan el tempo del día a día sin aparente remisión, una exprimidora multiusos es igual a uno de los mayores tesoros materiales a los que se puede aspirar.

La segunda historia, y en realidad la historia central de todo el relato, lo protagoniza un octogenario al que hace tiempo le “abandonó” su querido perro, y alguien le ha dicho que lo ha visto en otro pueblo muy, muy alejado del suyo, así que el anciano decide escaparse del control de su familia para ir en busca de su peludo y viejo amigo.

La tercera historia se centra en la obsesión de un vendedor ambulante, por conseguir la tarta perfecta para un niño que cumple años, al cual él no ha visto nunca, pero es el hijo de una mujer de la que el vendedor parece estar enamorado. Y aunque esta historia puede resultar en apariencia un poco absurda, se demuestra tras ver el film, que no lo es, ya que conseguir la tarta perfecta en un lugar como la Patagonia es arto difícil, en definitiva, es un puro acto de amor...

Estupendo trabajo de Nicolás Sorín, hijo del propio director y con el que ha trabajado en varias ocasiones. Su música, quizás, engrandece aún más las mínimas historias que ahí se cuentan.
La fotografía de Hugo Colace roza la esplendor, sobre todo en las secuencias en las que nuestro anciano, Don Justo, recorre los caminos patagónicos en busca de su perdido perro. El sur argentino se ve como nunca, con sus rutas casi infinitas, sus llanuras desérticas, sus pueblos perdidos.
Sorín escribe nítidamente con la cámara, construye sobre la pantalla cuentos llenos de vigorosa sencillez…

No hay comentarios:

Publicar un comentario